La Semana Del Redentor

En ciudades y aldeas se rememora la pasión y muerte del pacientísimo Jesús. No hay hombre, entre la cristiandad, que no se conmueva, aunque no sea creyente, por la amargura e injusticia de ese drama tan estupendo, consumado, a falta de pruebas de delincuencia, con pretextos tan insensatos que arguyen una idiotez sin igual: todo para estorbar la predicación de ideas altruistas y tan generosas que jamás labios tan puros pronunciaran.

Si delito existiera en el acto del bondadoso sembrador, no sería por esparcir tal semilla, sino acaso por haberse entregado, tan humildemente, sin procurar su huida, a las iras de unos gobernantes faltos de sentido moral, locos de orgullo, hambrientos de poder y temerosos de perder el que tan despóticamente ejercían sobre las masas ignorantes y semi bárbaras que, poseídas de un miedo cerval y con adulación repulsiva a aquellos, acudieron frenéticos y cual lobos carniceros destrozaron el cuerpo sagrado y abatieron profundamente el espíritu de quien tanto bien les hizo y podían esperar.

Fue tanta su ceguedad que prefirieron perdonar a Barrabás, criminal empedernido, antes que dejar de condenarle a Él.

Tristeza infinita se apoderó del Mártir, camino del Gólgota, cargado con el infamante leño, pensando dulcísimamente y con dolor en la recompensa que le daban aquellos que de Él habían recibido tantas pruebas de amor, curando cuerpos y anhelando libertarles de la condición de parias, y prometiéndoles el consuelo en la realidad de una vida futura. Dejáronle abandonado a sus debilitadas fuerzas.

Sólo un hombre entre la multitud tuvo un rasgo de elocuente bondad, Cirineo, y unas mujeres que le demostraron compasión. Bastaron estos pequeños alicientes para que recobrase energías su abatido Ser hasta llegar al lugar del sacrificio.

No fueron suficientes ni los escarnios, ni los malos tratos que recibió para dejar de perdonar y pedir al Padre Celestial misericordia para todos aquellos desgraciados.

¡Cuántos remordimientos; qué estela de sufrimientos habrá dejado ese tan execrado crimen!

¡Cuántas guerras fratricidas; qué de trastornos familiares y sinsabores individuales ha traído el cruento sacrificio!

Ello se hubiese evitado al entender todos, el verdadero sentido de las máximas sublimes de paz y no de guerra, que nos dio a conocer.

Su palabra, divina, resuena por doquier, y su majestuoso eco repercutirá en todas las conciencias. Serán heraldos anunciadores de su redención todos aquellos que han meditado la sapientísima doctrina y se han amoldado a su espíritu.

La raza tiránica que mereció el dictado de víbora, va desapareciendo: los césares caen al menor soplo; todos los ídolos, el escoplo del tiempo los derriba; y las cosas todas serán restablecidas en su lugar correspondiente, como lo prometió.

¡Gloria al divino Enviado!

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Juan Aguilar

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La semana del Redentor. Extraído del Periódico Semanal Espiritista “LA VOZ DE LA VERDAD”. Barcelona 6 de abril de 1912. Número 223.

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