¡MORIR! (1)
He aquí una palabra que he pronunciado en esta existencia tantas veces, que me sería completamente imposible calcular su número aproximado.
Quizá presintiendo las terribles luchas que había de sufrir, a poco de salir de la infancia, siempre que me encontraba en alguno de los hermosos jardines de mi inolvidable Andalucía, y mi Espíritu, ferviente adorador de la naturaleza, se extasiaba contemplando los bosquecillos de jazmines, los arcos de triunfo formados con las bellísimas rosas de pitiminí, y aspirando con delicioso placer el penetrante aroma del azahar, de los lirios y de las azucenas, solía decir a mi madre y a mis jóvenes amigas:
¡Qué bueno sería morirse aquí! ¡Qué recuerdo tan dulce y agradable se llevaría uno de la Tierra!
… Transcurrieron algunos años, y el estudio de la filosofía racionalista, infundiéndome el convencimiento del progreso indefinido del Espíritu, en las sucesivas fases de una existencia eterna, me hizo pensar de muy distinta manera sobre la conveniencia de la muerte. Yo que tanto he acariciado esa idea, ahora… no quiero, no deseo morir.
Quisiera morir, si la nada fuese una verdad; pero siendo la nada la negación de todo lo existente, y siendo la ley suprema vida inacabable y progreso ilimitado…
¿Para qué desear morir, si sólo se consigue dejar un cuerpo más o menos enfermizo, más o menos bello, pero continúa existiendo el Espíritu, el yo pensante, la inteligencia, esa vibración divina que sentimos animando nuestro Ser?
En una breve enfermedad que sufrí últimamente, reflexioné muy a fondo respecto de la conveniencia de morir; y hablando conmigo misma, mientras recorría con mi mirada las blancas paredes de mi alcoba, exclamaba: ¿Si yo dejara la Tierra, qué ventajas alcanzaría? Ninguna, absolutamente ninguna. Dejaría mi obra incompleta; de las cuatro partes de mi vida, sólo una habría aprovechado; las otras las habría vivido sin vivir porque no vive el que no estudia, el que no aprende, el que no procura conocerse y desprenderse de sus errores, preocupaciones e impurezas.
Al despertar en el espacio y ver fotografiadas en la eterna luz todas nuestras acciones, deberá quedar el Espíritu humillado, abatido; pues nada humilla y abate tanto como la contemplación de nuestras debilidades.
¿Qué has hecho durante tanto tiempo?… Se preguntará el Espíritu. Y ceros sin valor irán apareciendo ante sus ojos en la pizarra de la eternidad. A las cantidades negativas querrá oponer algunas positivas, mas, para ello le será preciso recomenzar el trabajo. ¿Qué ventajas logra el Espíritu con desprenderse de su envoltura? Si no ha trabajado en su progreso, absolutamente ninguna; porque morir no es sino ver más claro nuestras propias miserias y lamentar, por consiguiente, el tiempo que hemos perdido. Sería grata la muerte, si al cerrar los ojos cesaran todas nuestras sensaciones; pero adquiriendo el Espíritu más lucidez con el desprendimiento de su envoltura terrestre, la muerte le lleva a un minucioso examen de conciencia, después del cual puede venir una terrible expiación.
La muerte no existe: querer morir es perseguir un imposible. El Espíritu no puede dejar de ser; caer y levantarse, ser vencido y vencer, este es su destino.
En el cansancio de la jornada desfallecerá, caerá rendido de fatiga; pero verá allá lejos, muy lejos, un oasis, y volverá a caminar afanoso por llegar al anhelado término.
Ayer, ignorando absolutamente las eternas leyes de la vida, exclamaba: ¡Quien pudiera morir! Hoy exclamo: ¡Vivamos y aprovechemos la vida para el progreso! Morir es renacer y ver que todo vive, que todo alienta; que la reproducción es eterna; que el progreso no se acaba; que el campo de la ciencia no tiene límites; que el Espíritu es inmortal.
Amalia Domingo Soler
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(1) Extraído de la obra “La Luz del Espíritu”. Capítulo XII, titulado: ¡Morir!
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